Filosofía Antigua: Periodo Cosmologico, La escuela Eleatica



Caracteres del Eleatismo
La escuela jonia no había aceptado el devenir del mundo, que se manifiesta en el nacer, perecer y mudar de las cosas, como un hecho último y definitivo, porque había procurado encontrar, más allá del devenir, la unidad y la permanencia de la sustancia. No había negado, sin embargo, la realidad del devenir. Tal negación es obra de la escuela eleática, que reduce el devenir mismo a simple apariencia y afirma que sólo la sustancia es verdaderamente. Por primera vez, con la escuela eleática, la sustancia se convierte por sí misma en principio metafísico: por primera vez, se la define no como elemento corpóreo o como número, sino sólo como sustancia, como permanencia y necesidad del ser en cuanto tal. El carácter normativo que ya revestía la sustancia en la especulación de Anaximandro, que veía en ella una ley cósmica de justicia, carácter que los pitagóricos habían expresado mediante el principio de que el número es el modelo de las cosas, se toma como la definición misma de la sustancia por Parménides y por sus secuaces. Para éstos la sustancia es el ser que es y debe ser: es el ser en su necesidad normativa, en su unidad e inmutabilidad, que hace de él el único objeto del pensamiento, el único término de la investigación filosófica. El principio del eleatismo marca una etapa decisiva en la historia de la filosofía.
Presupone indudablemente la investigación cosmológica de los jonios y de los pitagóricos, pero la libra de su supuesto naturalístico y la lleva por primera vez al plano ontológico en el cual habían de enraizarse los sistemas de Platón y de Aristóteles.

JENOFANES
Según los testimonios de Platón (Sof., 242 d) y de Aristóteles (Met., I, 5, 986 b, 21), la orientación propia de la escuela eleática fue iniciada por Jenófanes de Colofón, quien fue el primero en afirmar la unidad del ser.
Estos testimonios se han interpretado en el sentido de que Jenófanes había fundado la escuela eleática; pero esta interpretación sobrepasa con mucho el significado de aquellos testimonios y es poco probable. El mismo Jenófanes nos dice (fr. 8, Diels), en una poesía compuesta a los 92 años, que hacía ya 67 que recorría de un extremo a otro las tierras de Grecia; y esta vida errante es poco conciliable con un domicilio estable en Elea, donde habría fundado la escuela. La única prueba de su permanencia en Elea es una anécdota que cuenta Aristóteles (Ret., II, 26, 1400 b, 5): a los eleatas que le preguntaban si debían ofrecer sacrificios y lágrimas a Leucotea, Jenófanes habría contestado: "Si la creéis una diosa, no debéis llorarla; si no la creéis tal, no debéis ofrecerle sacrificios". Tenemos también noticia de un largo poema en hexámetros que Jenófanes habría escrito acerca de la fundación de la ciudad; pero todo esto no demuestra su estancia y la institución de una escuela en Elea. Tampoco es cierto que hubiera ejercido la profesión de rapsoda. Cierto es que escribió en hexámetros y compuso elegías y yambos (σίλλοι) contra Homero y Hesíodo. Resulta improbable, en fin, que Jenófanes hubiera escrito un poema filosófico, del cual no se tiene noticia.
El punto de partida de Jenófanes es una resuelta crítica del antropomorfismo religioso, tal como se revela en las creencias comunes de los griegos y tal como se encuentra también en Homero y en Hesíodo. "Los hombres, dice, creen que los dioses han tenido nacimiento y poseen voz y cuerpo semejante al nuestro" (fr. 14, Diels). Por esto los etíopes hacen a sus dioses chatos y negros, los tracios dicen que tienen ojos azules y cabellos rojos; también los bueyes, los caballos y los leones, si pudieran, imaginarían sus dioses a su semejanza (fr. 16, 15). Los poetas han fomentado esta creencia. Homero y Hesíodo han atribuido a los dioses incluso lo que es objeto de vergüenza y de reprobación entre los hombres: robos, adulterios y engaños recíprocos. En realidad, no hay más que una divinidad "que no se parece a los hombres ni en el cuerpo ni en el pensamiento" (fr. 23). Esta única divinidad se identifica con el universo, es un dios-todo y posee el atributo de la eternidad: no nace, no muere y es siempre la misma. En efecto, si naciese, eso significaría que antes no era; y lo que no es, tampoco puede nacer ni dar nacimiento a nada.
Jenófanes afirma en forma teológica la unidad y la inmutabilidad del universo. Pero esta unidad le parece difícil de ser comprendida y que sólo puede ser entendida después de una larga búsqueda. "Desde el principio los dioses no lo han revelado todo a los hombres, sino sólo buscando éstos, con el tiempo encuentran lo mejor" (fr. 18). Es el reconocimiento explícito de la filosofía como investigación.
En Jenófanes se encuentran también indicios de investigaciones físicas: considera que todas las cosas, e incluso el hombre, están formadas de tierra y agua (fragmentos 29, 33); que de la tierra todo procede y todo vuelve a la tierra; pero estos elementos, de un grosero materialismo, no ligan bien con su principio fundamental. Es notable cierto aspecto de su obra de poeta; su crítica de la virtud agonística de los vencedores en los juegos, que en tan alta estima tenían Jos griegos, y su afirmación de la superioridad de la sabiduría: "No es justo anteponer a la sabiduría la sola fuerza corporal", dice (fr. 1). Aquí a la virtud fundada en la robustez física se contrapone la virtud puramente espiritual del sabio.

PARMÉNIDES
El fundador del eleatismo es Parménides. La grandeza de Parménides se manifiesta ya en la admiración que suscitó en Platón: éste lo utilizó como personaje principal del diálogo que señala el punto crítico de su pensamiento y que se intitula como su nombre; y lo designa (Teet., 183 e) como "venerando y a la vez terrible".
Parménides era ciudadano de Elea o Velia, colonia fócense situada en la costa de Campania, al sur de Paestum. Según las indicaciones de Apolodoro, que sitúa su florecimiento en la 69a Olimpiada, habría nacido en el 540-39; pero esta indicación está en contraste con el testimonio de Platón, según "el cual Parménides tenía 65 años cuando, acompañado por Zenón, fue a Atenas y se encontró con Sócrates, entonces muy joven (Parm., 127 b, Teet., 183 e·, Sof., 217 c). Dada la gran elasticidad de las indicaciones cronológicas de Apolodoro, no hay motivo para poner en duda el repetido testimonio de Platón: así, pues, se debe considerar como probable que Parménides hubiese nacido hacia el 516-11. Aristóteles refiere en términos dubitativos la indicación de que Parménides hubiese
sido discípulo de Jenófanes; pero, puesto que se debe excluir, como se ha visto, que Jenófanes haya fundado una escuela en Elea, la indicación aristotélica tal vez no signifique más que Parménides recogió la corriente de pensamiento iniciada por Jenófanes. Según otras indicaciones (Dióg. Laer, IX, 21; Diels, A 1), Parménides recibió su educación filosófica del pitagórico Ameinias y llevó una "vida pitagórica". Es el primero que ha expuesto su filosofía en un poema en hexámetros. Jenófanes expuso ciertamente en versos sus ideas filosóficas, pero de manera ocasional, entremezclándolas con sus poesías satíricas. Anaximandro, Anaxímenes y Heráclito habían escrito en prosa.
El ejemplo de Parménides fue seguido únicamente por Empédocles. Del poema de Parménides, que probablemente sólo tiempo después se citó con el título En torno a la naturaleza, nos quedan 154 versos. El poema estaba dividido en dos partes: la doctrina de la verdad (a) lh/qeia) y la doctrina de la opinión (δόξα). En esta última parte Parménides exponía las creencias del hombre común, proponiéndose, empero, respecto a ellas, un objetivo valorador y normativo. "Aprenderás también esto: cómo sean verosímilmente las cosas aparentes, para quien las examina en todo y por todo" (fr. 1, v. 31). En consecuencia, Parménides presenta un complejo de teorías físicas probablemente de inspiración pitagórica. Al dualismo del límite y de lo ilimitado, hace corresponder el de la luz y de las tinieblas, que tal vez no era desconocido para los mismos pitagóricos; y considera la realidad física como un producto de la mezcla y a la vez de la lucha de estos dos elementos (fr. 9, Diels). La oposición entre estos dos elementos ha sido interpretada, a partir de Aristóteles, como oposición entre el calor y el frío. "Parménides, dice Aristóteles (Fis., I, 5, 188 a, 20) toma como principio el calor y el frío, a los que llama él fuego y tierra." De esta forma, el dualismo de Parménides lo volvió a admitir Telesio en el Renacimiento. Pero esta parte en la cual Parménides se limita a exponer las opiniones de los mortales", contentándose con corregirlas según una mayor verosimilitud, no tiene más importancia que la de demostrar que Parménides quería hacer valer las exigencias de su método de investigación aun en aquel dominio de la opinión al cual la verdad es extraña, para llevarlo a una mayor verosimilitud. El tema original de su filosofía es la contraposición entre la verdad y la apariencia. "Solo dos caminos de investigación se pueden concebir. El uno consiste en que el ser es y no puede no ser; y éste es el camino de la persuasión, puesto que le acompaña la verdad. El otro, que el ser no es y es necesario que no sea; y esto, te digo, es un sendero en el cual nadie puede persuadirse de nada" (fr. 4, Diels). Por eso "sólo hay un camino para el discurso: que el ser es" (fr. 8). Pero este camino no puede ser seguido más que por la razón, puesto que los sentidos se detienen, por el contrario, en las apariencias y pretenden atestiguarnos el nacer, el perecer, el mudar de las cosas, es decir, a la vez su ser y su no ser. En el camino de la apariencia es como si los hombres tuviesen dos cabezas, una que ve el ser, otra que ve el no ser, y vagaran de acá para allá como tontos e insensatos, sin poder darse cuenta de nada. Parménides quiere alejar al hombre de la investigación sensible, quiere hacerle perder la costumbre de dejarse dominar por los ojos, por los oídos y por las palabras. El hombre debe juzgar con la razón y considerar con esta las cosas lejanas como si las tuviera delante.
Ahora bien, la razón demuestra en seguida que no se puede ni pensar ni expresar el no ser. No se puede pensar sin pensar algo; el pensar en nada es un no pensar, el no decir nada es un no decir. El pensamiento y la expresión deben en cualquier caso tener un objeto y este objeto es el ser. Parménides determina con perfecta claridad el criterio fundamental de la validez del conocimiento que había de dominar toda la filosofía griega: el valor de verdad del conocimiento depende de la realidad del objeto; el verdadero conocimiento no puede ser más que conocimiento del ser, esto es, de la realidad absoluta. Tal es el significado de las famosas afirmaciones de Parménides: "El pensamiento y el ser son lo mismo" (fr.
3, Diels). "Lo mismo es el pensar y el objeto del pensamiento: sin el ser en el cual el pensamiento se expresa, tú no podrías encontrar el pensamiento, puesto que no hay ni habrá nada fuera del ser" (fr. 8, v. 34-37).
Al ser que es objeto del pensamiento, Parménides atribuye los mismos caracteres que Jenófanes había dado al dios-todo. Pero estos caracteres los reduce él a una sola modalidad fundamental, que es la de la necesidad. "El ser es y no puede no ser" (fr. 4, Diels) es la tesis principal de Parménides: tesis que expresa lo que es para él el sentido fundamental del ser en general y que constituye el principio directivo de la investigación racional. La necesidad respecto al tiempo es eternidad, es decir, contemporaneidad, totum simul; respecto a lo múltiple es unidad, respecto al devenir (o sea, al nacer y perecer) es inmutabilidad (fr. 8, 2-4, Diels). En particular, Parménides no entiende la eternidad como duración infinita, sino como negación del tiempo. "El ser nunca ha sido ni será, porque es ahora todo el, uno y continuo." Parménides fue el primero que elaboró el concepto de eternidad. Y, en efecto, el ser no puede nacer ni perecer, puesto que habría de proceder del no ser o disolverse en él, lo que es imposible porque de él no ser no se puede hablar. El ser es indivisible porque es todo igual y no puede ser en un lugar más o menos que en otro; es inmóvil porque reside en sus propios límites; es finito porque lo infinito es incompleto y al ser no fe falta nada. El ser es lo completo y la perfección; y en este sentido precisamente fínitud. Como tal, Parménides lo compara con una esfera homogénea, inmóvil, perfectamente igual en todos los puntos. "Pues hay un límite extremo, el ser es perfecto por todas partes, parecido a la masa redondeada de una esfera igual desde el centro a cualquiera de sus partes" (fr. 8). Por eso, pues, el ser es lleno, en cuanto es completamente presente a sí mismo y en ningún punto incompleto o deficiente de sí; el ser es autosuficiencia.
Alguna de estas determinaciones, por ejemplo, la de la plenitud, y el parangón de la esfera, han hecho pensar en una corporeidad del ser según Parménides. A partir de Zeller, se ha afirmado que ni Parménides ni los demás filósofos presocráticos se han elevado a la distinción entre corpóreo e incorpóreo: como si fuese verosímil que hombres que lograron tal altura de abstracción especulativa pudiesen no haber concebido la primera y más elemental de tales abstracciones, la distinción entre lo corpóreo y lo incorpóreo. En realidad, la plenitud del ser significa su autosuficiencia perfecta, por la cual al ser no le falta ninguna de sus partes o no tiene defecto de sí en ninguna de ellas; y la esfera no es, como demuestra el texto, más que un término de comparación que Parménides emplea para demostrar la finitud del ser, cuyos límites no son negatividad, sino perfección. Se ha aducido, pues, para hallar la corporeidad del ser parmenídeo, una frase de Aristóteles, la cual dice que Parménides y Meliso "no admitieron más que las sustancias sensibles" (De coel., III, 1, 298 b, 21). Pero Aristóteles, que algunas líneas antes había dicho que estos filósofos "no hablaban como físicos", esto es, no se ocupaban de las sustancias corpóreas, pretende sólo decir, con aquella frase, que dichos filósofos no han admitido aquellas sustancias intelectuales (las inteligencias celestes) a las cuales, según él, se pueden referir la ingenerabilidad y la incorruptibilidad que los eleatas atribuyen al ser. En realidad, Parménides formulo por primera vez con absoluto rigor lógico los principios fundamentales de aquella ciencia filosófica que muchos años más tarde se llamará ontología.
Reveló, en efecto, con toda su potencia lógica aquella normatividad intrínseca del ser que ya los filósofos jonios y especialmente Anaximandro habían expresado en el concepto de sustancia. Vuelve a emplear, para expresar la necesidad del ser, los mismos términos de que se había servido Anaximandro: la ley férrea de la justicia (di/kh) ο del destino (moi=ra). "La justicia no afloja sus cadenas ni deja que algo nazca o sea destruido, antes bien mantiene firmemente todo cuanto es" (fr. 8, v. 6). "Nada hay ni habrá fuera del ser, puesto que el destino lo ha encadenado de manera tal que permanezca entero e inmóvil" (fr. 8, v. 36). La justicia y el destino no son aquí fuerzas míticas: son términos que sirven para expresar con evidencia intuitiva y poética la exigencia lógica absoluta del ser, que no puede no ser. Por primera vez en Parménides, el problema del ser se plantea como problema metafísico ontológico, es decir, en su máxima generalidad y no sólo como problema físico. La pregunta "¿qué es el ser? " cuya respuesta ha querido dar Parménides, no es equivalente a la pregunta "¿qué es la naturaleza?" cuya respuesta habían buscado los filósofos anteriores, incluso el propio Heráclito. En primer lugar, el ser de que habla  Parménides no es solo el ser de la naturaleza sino también el del hombre, el de las comunidades humanas o de cualquier cosa pensable; y en segundo lugar, no tiene una relación directa con las apariencias naturales o empíricas, porque está más allá de tales apariencias y constituye su estructura necesaria, solamente reconocible con el pensamiento. La caracterización de esta estructura la da Parménides recurriendo a lo que hoy llamamos una categoría de la modalidad: la necesidad. El ser verdadero o auténtico, el ser del que no se puede dudar y que sólo el pensamiento puede observar, es el ser necesario. "El ser es y no puede no ser" (fr. 4). Es ésta una respuesta que la investigación ontológica daría a la misma pregunta durante siglos y más siglos y que, desde cierto punto de vista, es también la única respuesta que ella puede dar. Una consecuencia inmediata de la misma es la negación de lo posible: ya que lo posible es lo que puede no ser y, según Parménides, lo que puede no ser, no es. En efecto, dice Parménides "nada hay que impida al ser llegar a sí mismo" (fr. 8, 45): esto es, que le impida realizarse en su plenitud y perfección. Los Megáricos (§ 37) expresarán esto mismo con el teorema "lo que es posible se realiza, lo que no se realiza no es posible".
La forma poética no es para el pensamiento de Parménides, tan inflexible en su lógica rigurosa, una vestidura de ocasión. La dicta el entusiasmo del filósofo que en el camino de la investigación puramente racional, la cual no concede nada a los sentidos y a la apariencia, ha encontrado el camino de la salvación humana. Parménides es verdaderamente pitagórico —en el sentido en que lo será Platón— por su convicción indestructible de que, solamente mediante la investigación rigurosamente conducida, el hombre puede alcanzar sin peligro la verdad.
La imagen con que comienza el poema de Parménides, del sabio transportado por yeguas fogosas "incólume (a )sinh/j) a través de todas las cosas, por la ruta famosa de la divinidad" (fr. 1), manifiesta toda la fuerza de una convicción de iniciado, que tiene fe, no en ritos o misterios, sino sólo en el poder de la razón indagadora. Así, en la personalidad de
Parménides, por vez primera en la historia de la filosofía, se traban íntimamente el rigor lógico de la investigación y su significado existencial. La "terribilidad" de Parménides consiste precisamente en la extraordinaria potencia que en él adquiere la investigación lógica, enraizada como está en la fe en su fundamental valor humano. Se ha visto a veces en Parménides el fundador de la lógica; pero esto es demasiado o demasiado poco para él. Si por lógica se entiende una ciencia en sí, que sirva de instrumento para la investigación filosófica, nada es más extraño a Parménides que una lógica así entendida. Pero si por lógica se entiende la disciplina intrínseca de la investigación, entonces Parménides es el fundador de la lógica. Por otra parte, la pura técnica de la investigación podrá convertirse, con Aristóteles, en objeto de una ciencia particular sólo después de que Parménides y Platón habrán mostrado de hecho todo su valor.

ZENÓN
Discípulo y amigo de Parménides, Zenón de Elea era (según Platón, Parménides, 127 a) veinticinco años más joven que él: su nacimiento debe, pues, situarse hacia el 489. Como la mayor parte de los primeros filósofos, Zenón intervino en la política de su ciudad natal; parece que contribuyó al buen gobierno de Elea y que murió valientemente en la tortura por haber conspirado contra un tirano (Diels, A 1). El mismo Platón (Parm., 128 b) nos expone el carácter y el objetivo de un escrito, que debía ser la obra más importante de Zenón. El escrito era una "especie de refuerzo" de la argumentación de Parménides, dirigido contra quienes procuraban ponerla en ridículo aduciendo que, si la realidad es una, nos encuentra embrollados en muchas y ridículas contradicciones. El escrito pagaba a los burladores con la misma moneda porque tendía a demostrar que su hipótesis de la multiplicidad se enredaba, al desarrollarla a fondo, en dificultades todavía mayores. El método de Zenón consistía, pues, en reducir al absurdo la tesis de los negadores de la unidad, consiguiendo así la confirmación de la tesis de Parménides. Con justicia, por tanto, Aristóteles llamó a Zenón inventor de la dialéctica (Dióg L., VIII, 57). Y en efecto, la dialéctica es para Aristóteles el razonamiento que parte no de premisas verdaderas sino de premisas probables o que parecen probables (Top., I, 1, 100 b, 21 y sig.); y las tesis de las que parte Zenón para refutarlas, precisamente parecen probables a los más. En cambio, Hegel cree que la dialéctica de Zenón es una dialéctica imperfecta a fuerza de metafísica y la compara a la dialéctica kantiana de las antinomias; Zenón se habría servido de las antinomias para demostrar la falsedad de las apariencias sensibles, y Kant para afirmar la verdad: por lo cual Zenón sería superior a Kant (Geschichte der Phil., ed. Glockner, 1, p 343 y sig.).
Los historiadores modernos se han preocupado por determinar contra quién iban dirigidos los alegatos de Zenón; y la mayoría ven en el pitagorismo el objeto de sus confutaciones, en cuanto que este afirmaba la realidad del número, o sea, de lo múltiple. Pero, como ya se ha visto (§ 14), es difícil suponer que el número de qué habla el pitagorismo sea un puro múltiple: parece más bien que sea un orden, pero un orden mensurable. No es indispensable suponer que Zenón haya tenido presentes las tesis de este o de aquel filósofo: parece más obvio suponer que Zenón haya esquematizado y fijado los fundamentos típicos de cualquier pluralismo de manera que su refutación fuese válida contra el modo común de pensar (la δόξα de Parménides) o contra los filósofos que concuerdan con el mismo al admitir el pluralismo.
Los argumentos de Zenón pueden dividirse en dos grupos. El primero va dirigido contra la multiplicidad y la divisibilidad de las cosas. El segundo, contra el movimiento. Si las cosas son muchas, dice Zenón, su número es al mismo tiempo finito e infinito: finito, porque no pueden ser ni más ni menos que las que son; infinito, porque entre dos cosas habrá siempre una tercera y, entre ésta y las otras dos, otras más, y así sucesivamente (fr. 3, Diels). Contra la unidad entendida como elemento real de las cosas, Zenón observa que, si la unidad posee una magnitud, aunque sea mínima, como en cada cosa se encuentran infinitas unidades, cada cosa será infinitamente grande; mientras que, si la unidad no tiene magnitud, las cosas que de ella resulten estarán faltas de magnitud, esto es, serán nulas (fr. 1 y 2). El argumento es válido, evidentemente, contra la realidad de la magnitud. Pero tampoco el espacio es real. Si todo está el infinito: esto es imposible y precisa convenir que nada está en el espacio
(Diels, A 24). Contra la multiplicidad va dirigido también el otro argumento de que si un moyo* de trigo hace ruido cuando cae, cada grano y cada partícula de grano habría de hacer ruido: lo cual no ocurre (Diels, A 29). La dificultad estriba aquí en entender cómo diversas cosas reunidas en un conjunto pueden producir un efecto que cada una de ellas separadamente no produce. Pero los argumentos más famosos de Zenón son los que formuló contra el movimiento, que nos han sido conservados por Aristóteles (Fis., VI, 9).
El primero es el llamado de la dicotomía: para ir de A a B, un móvil tiene que efectuar primero la mitad del trayecto A—B; y antes aún, la mitad de esta mitad y así sucesivamente hasta el infinito; de tal manera que nunca llegará a B. El segundo argumento es el de Aquiles: Aquiles (o sea, el más veloz) nunca alcanzará a la tortuga (es decir, al más lento), pues la tortuga tiene un paso de ventaja. En efecto, antes de alcanzarla, Aquiles deberá alcanzar el punto de donde ha partido la tortuga de modo que ésta siempre tendrá ventaja. El tercer argumento es el de la flecha. La flecha, que aparece en movimiento, en realidad está inmóvil: en efecto, en todo momento la flecha no puede ocupar sino un espacio igual a su largura y está inmóvil con respecto a este espacio; y como el tiempo está hecho de momentos, la flecha estará inmóvil durante todo el tiempo. El cuarto argumento es del estadio. Dos masas iguales, dotadas de velocidades iguales, deben recorrer espacios iguales en tiempos iguales.
Pero si dos masas se mueven una contra otra desde las extremidades opuestas del estadio, cada una de ellas emplea en recorrer la longitud de la otra la mitad del tiempo que emplearía si una de ellas permaneciese quieta: de donde Zenón deducía la conclusión de que la mitad del tiempo es igual al doble.
La intención de estos sutiles argumentos, que muchas veces han recibido el nombre de sofismas o falacias incluso por filósofos que no han mostrado mucha habilidad en refutarlos, es bastante clara. El espacio y el tiempo son la condición de la pluralidad y del cambio de las cosas: por lo que, si ellos se demuestran contradictorios, demuestran contradictorias, y por tanto irreales, la multiplicidad y el cambio. Pero estos sofismas son contradictorios si se admite (como Zenón considera inevitable) su infinita divisibilidad: por eso admite Zenón esta infinita divisibilidad como presupuesto tácito de sus argumentos. Aristóteles, por su parte, trató de refutarlos negando, ante todo, la infinita divisibilidad del tiempo y afirmando que las partes nunca son instantes, carentes de duración, sino que tienen siempre una duración, aunque sea mínima: así no sería imposible recorrer partes infinitas de espacio en un tiempo finito. Esta refutación no vale mucho. Los matemáticos modernos, a partir de Russell (Principies of Mathematics, 1903), tienden más bien a exaltar a Zenón precisamente por haber admitido la posibilidad de la división hasta el infinito, que es la base del cálculo infinitesimal. Y puede admitirse que los argumentos de Zenón, con las discusiones que siempre han suscitado, han servido también para esto. Aunque, ciertamente, Zenón no fue un matemático y su preocupación era solamente la negación de la realidad del espacio, del tiempo y de la multiplicidad. Como hemos dicho, fue ejecutado por conspirar contra la tiranía, muerte que afrontó con gran valor.


Fuente: Abbagnano Nicolas, Historia de la Filosofía

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